La arquitectura funeraria de Sinaloa

En la historia de la humanidad el rito a la memoria de los ancestros siempre ha  estado presente. Desde la prehistoria, el hombre en su búsqueda por explicarse y entender ciertos fenómenos de la naturaleza, generó dentro de sus manifestaciones culturales algunas prácticas rituales. Así ante la pérdida de un ser querido miembro del clan, tribu o familia, diversas culturas primitivas de Asia, Europa y América coincidentemente crearon una misma forma de culto a la muerte; cubrían con cinabrio los restos del difunto. En admisible búsqueda de resignación y esperanza en alguna forma de resurrección, espolvoreaban este mineral con la certeza de que algún día la intensidad de su natural color rojo, devolviera la fuerza vital llegando el momento de la ansiada “vida después de la muerte”.

            Algunos pueblos dentro de su desarrollo cultural, cubrieron los rostros de sus difuntos -generalmente los de cierto linaje-, con mascaras mortuorias para que al retornar el espíritu reconociera sin dificultad el cuerpo.

            Asimismo para conservar en la memoria del grupo humano o familiar el recuerdo del difunto, se construye en torno al despojo humano alguna forma de arquitectura conmemorativa, que va desde los túmulo -sencillos montículos de tierra-, hasta los grandes y suntuosos mausoleos. De esta manera se origina el monumento funerario, y es precisamente esta manifestación de cultura lo que da origen al concepto monumento, etimológicamente derivado del latín monumentum. Tanto en esta lengua como en varias lenguas modernas, monumento significa: Todo lo que recuerda algo, lo que perpetúa un recuerdo. Y este es precisamente el objetivo del monumento funerario el perpetuar el recuerdo de alguien, a través del cúmulo de tierra, la cruz de madera, la piedra o el mármol.

            Por otra parte, sabido es que una manifestación regional de la cultura prehispánica, es la forma en que los antiguos indígenas de Sinaloa solían sepultar a sus muertos, depositando los restos en grandes ollas de barro, dispuestas con diversas ofrendas, estas urnas eran depositadas a menudo dentro de la misma aldea, junto a las viviendas, donde la vida cotidiana continuaba. De la interpretación arqueológica se desprende que las ofrendas acompañantes de los entierros, son indicativo entre otras cosas, del sexo y actividad del personaje sepultado; así, cuentas de collar, malacates de barro, metates, puntas de flecha, brazaletes de concha y bezotes de obsidiana entre otros objetos formaba parte del acompañamiento distintivo para el difunto.

            A partir del siglo XVI se introducen a Sinaloa las costumbres funerarias que regían la tradición católica española, llegan formando parte de la cultura novohispana; el hábito de construir un cementerio junto al asentamiento, además de sepultar en el atrio, e inclusive al interior del templo parroquial a personajes de cierto linaje.

            Sobre el uso del atrio de los templos para sepultar a la estirpe de mayor prosapia, subsiste como testimonio el archivo parroquial de Mocorito, donde los registros de recaudaciones por inhumación de párvulos en el atrio indica eran para las obras del coro. Igualmente en Tabalá sus evidencias materiales delatan esta costumbre; al poniente y hacia al sur del atrio, el entorno del templo todavía se conforma por varios monumentos funerarios de diferentes épocas: todavía con reminiscencias de la arquitectura funeraria novohispana, destacan las estructuras “botelliforme”, que a partir de pequeñas bóvedas de cañón descuellan en el extradós con un apéndice que se prolonga. Las ideas formales del siglo XIX se advierten en las estructuras caracterizadas por la sobreposición de gavetas rematadas en frontis triangulares o conopiales, lo mismo que por la tumba que se engalana por un sencillo baldaquino. Es pues el atrio de Tabalá con tan pocas estructuras mortuorias, un excelente muestrario de la arquitectura funeraria.

            Dentro de la geografía sinaloense resultaría harto difícil destacar todos los ejemplos de arquitectura funeraria que existen, sin embargo justo es señalar que la selección expuesta resulta un tanto reducida al seguir una lógica basada en las zonas geográficas del estado, la cual termina siendo un tanto injusta considerando la riqueza que nuestra entidad cuenta en sus cementerios.

            Del norte destacan los dos cementerios de la antigua villa de El Fuerte, uno posee la singularidad de su origen como panteón familiar, con el excelso mausoleo de la familia Orrantia, descifrado por una original planta de cruz griega que remata en una bóveda de media naranja. Por otra parte en el panteón municipal destaca la exquisitez del trabajo en las piezas de canteria, que ornamentan las columnas estriadas de los mausoleos que van del más puro neoclásico al más extravagante eclecticismo, y que decir de la abundancia de las estructuras que siguen la tipología del obelisco, adornados por cortinajes, orlas y las guirnaldas que enmarcan las lapidas. Asimismo resulta incuestionable la importancia de las manifestaciones materiales en el cementerio de la antigua villa de Sinaloa, con sepulturas de proporciones monumentales, y sobretodo las que aun muestran testimonios del periodo novohispano en sus inscripciones.

            Por otra parte destaca el cementerio de Badiraguato, exactamente en la entrada que llega de la región costera se encuentra el Panteón Municipal. Fundado en 1842, describe un rectángulo circunscrito dentro de una gruesa barda de cal y canto, ornada por espaciados merlones de piedra, además de un sencillo arco escarzano que enfatiza el acceso al camposanto.  A un costado del conjunto se encuentra un elemento excepcional, una capilla para oficios luctuosos, a la cual se ingresa por un acceso lateral desde el exterior. De sobria factura, el ornato del ingreso a la capilla se limita a un enmarque de cantería rematado por una cartela, donde se lee la fecha 1842.

De la región central de Sinaloa destaca en Culiacán el cementerio ubicado en el sector del tradicional “Mercadito”, por la calle Benito Juárez se encuentra el Panteón San Juan, puesto en servicio desde el 13 de mayo de 1844, a iniciativa  de Don Lázaro de la Garza y Ballesteros, obispo de la antigua diócesis de Sonora. Lleva el nombre de este santo, por el hecho de que los fondos obtenidos de las ventas de terrenos para sepulcros, tenia por meta recabar recursos para la construcción del colegio religioso de “San Juan Nepomuceno y Santo Tomás de Aquino”. Delimitado por una barda de piedra, con un ingreso que forma un arco escarzano y que originalmente presentaba un alto remate curvo, hasta que en una funesta intervención realizada a finales de los años 70, se le hizo un rebaje, perdiendo el carácter virreinal que su forma original le imprimía. En su interior existen diversos monumentos funerarios, algunos dignos de citarse por la pertinencia de su lenguaje arquitectónico, otros por el valor histórico que para la ciudad y el estado representan, tales como las tumbas de Francisco Cañedo, Buelna, uno de la colonia china, y hasta la de una misteriosa “Margarita Gautier”, acaso una interesante broma o amoroso homenaje de un admirador de “La Dama de las Camelias”.

            Por su parte, en la región meridional de Sinaloa destacan los cementerios de Mazatlán, en particular el conocido como “numero dos”, allí los lenguajes decimonónicos de su arquitectura explican la riqueza del emporio industrial sinaloense durante el siglo XIX, donde reposan los restos de importantes personajes de la historia económica, política y cultural de la región. Igualmente en El Rosario, se localiza el “Panteón Español”, construido a principios del siglo XIX en la última etapa del periodo colonial. Una de las primeras obras de arquitectura que en Sinaloa dejo entrever el lenguaje neoclásico, aún entre el barroquismo de los arcos invertidos en la barda que circunscribe el espacio octagonal del cementerio. La portada se resuelve bajo un esquema sencillo, dos pares de columnas adosadas del orden dórico, sostienen un entablamento enriquecido con triglifos. Las columnas se apoyan sobre dos gruesos pedestales. Todo esto enmarca el acceso resuelto en arco de medio. Remata el conjunto una cartela flanqueada por dos pares de pilares mortidos. Dentro de este espacio funerario, se encuentra un excelente muestrario de monumentos luctuosos, algunos realizados en cantería, donde se muestra el más rico repertorio de lenguajes con influencia todavía colonial, en evidente contraste con otros sepulcros de corte ecléctico.  No obstante a las intervenciones realizadas en los últimos años, donde sufrió algunas alteraciones formales con un remate que se antoja un tanto ficticio, este conjunto funerario todavía luce sus evidencias históricas.

            Sinaloa tiene sus propias manifestaciones, así en los panteones de nuestra tierra nunca falta uno que otro de los árboles que popularmente llamamos “inmortal”, que por esta época cubren su copa de diminutas y acartonadas flores. Cada pueblo tiene su propia historia, y es su cementerio el sitio más apropiado para  buscar la forma más sencilla de encontrar las evidencias, los testimonios que nos destaquen a sus familias y personajes, incluso para reencontrarnos con la historia de Sinaloa, así por ejemplo el cementerio del Mineral de Nuestra Señora en Cosala cuenta con sólo un monumento funerario, dedicado a un párvulo que en su corta vida llevara el nombre de Miguel Ángel, nacido en el Mineral de Pánuco en 1901 y fallecido en 1902 en “Nuestra Señora”, lapida de mármol que en pocas palabras da testimonio de una etapa histórica en que la minería resultaba la actividad de mayor auge en Sinaloa.

            De igual manera, aunque hoy en día fuera del territorio sinaloense, el panteón de Álamos, Sonora es evidencia física del momento histórico en que este antiguo Real de Minas perteneció a Sinaloa, incluso denota la entrañable relación que existió con Culiacán y la dependencia económica que tenía con Mazatlán; en el mármol de sus lapidas están labrados los pensamientos y recuerdos dedicados a Culiacán, cuna de muchos de los que murieron allá. En tanto que la firma comercial de quien esculpió y labro las ricas formas funerarias, lo mismo que fundió el metal que adorna la exquisitez de cruces y rejas fue la “Fundición de Sinaloa”.

            Justo es reiterar que la historia de cada pueblo se encuentra inscrita en la madera, los metales y mármoles de su arquitectura funeraria, convirtiendo a su cementerio en el sitio más rico en evidencias físicas, donde uno mismo se puede topar con el epitafio más sabio del mundo, aquel que a la letra dice; “Como te ves me vi, como me ves te veras…”